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11 de agosto de 2020

200 años de odio

Longanizo ni te mueres ni te vas, eran los carteles que reposaban en algunas esquinas de Bogotá el 8 de Mayo de 1830 acompañados también de algunos energúmenos que se apostaron a su paso camino a Cartagena. 

Longanizo, como le gritaban a Bolívar sus detractores, era un personaje de la época que tenía problemas mentales y que deambulaba por las calles vestido de militar. Ridiculizar al libertador y tratar de eliminarlo de la vida cotidiana y la política, incluso, cuando ya había renunciado a ella producto del desaliento que dejó el independizar todo un continente del yugo español y ver nacer unas élites aún más ambiciosas y poderosas que el mismo imperio. 

Desde 1810 en la primera declaración de independencia hasta nuestros días, no hemos tenido más que una patria boba, aunque este período se enmarque cronológicamente solo hasta 1819. El odio ha sido la constante. A través de él las élites del poder han mantenido una división que les ha permitido desde los inicios de la República hasta nuestros días, cabalgar con la mayor tranquilidad sin el temor de perder los lugares de privilegio y el manejo absoluto del Estado. 

Quienes cogobernaron con los españoles, quienes heredaron las grandes extensiones de tierra producto de la oprobiosa encomienda, para quienes la lucha independentista solo fue un gran negocio, se regocijaron en la riqueza sin que se afectara su estructura de poder y dividieron con gran astucia no solo el continente desechando el sueño de Bolívar de hacer de Latinoamérica una gran Nación, sino que fraccionaron nuestro país y para ello llevaron a sus ciudadanos a tomar partido por unos y otros y especialmente desde 1842 cuando a través de la creación del partido Liberal y Conservador se inoculó en la sangre de cada colombiano ese odio partidista que ha dejado una estela de fracasos como Nación y de dolor en millones de compatriotas que directamente han sido arrastrados por las pasiones políticas a odiar hasta quien fue su buen vecino, como dice una canción. 

La constitución de Rionegro de 1863 es precedida por el conflicto con quienes promulgaban a ultranza el conservatismo.  Sus postulados de avanzada como el laicismo fueron derrotados nuevamente en 1880 por Núñez quien seis años después y bajo la redacción de Miguel Antonio Caro nos recetó la constitución de 1886 la cual su implantación nos costó tres guerras civiles. Todo de ahí en adelante ha estado marcado por el odio y degenerado en la violencia.  

Todo o casi todo ha sido una lucha intestina entre los colombianos. El asesinato de Gaitán trazó el rumbo no solo para la reafirmación de los odios y la división profunda de nuestra sociedad, sino que apuntaló la violencia como única forma para resolver nuestras diferencias. El paso de las guerrillas liberales a las guerrillas comunistas escaló el conflicto social, consolidó unas elites a través del pacto nacional y afianzó la consolidación de grandes grupos económicos que aprovechando el baño de sangre se apoderaron de la gran riqueza nacional ampliando cada vez más la brecha de pobreza. 

Hemos vivido en un país que tiene por consigna el odiar, el destruir a quien no se alinee con una u otra posición política, de señalar con saña al contradictor, de debatir con el hígado hasta utilizar los temas privados o íntimos con tal de imponer una idea a como dé lugar. No hay límites. 

Pero además esa contra cultura del odio y de la agresión ha contribuido a despreciar las instituciones, a minimizar sus alcances y a desfigurar la democracia como sistema político y de gobierno. A satanizar las decisiones judiciales a tal punto de pretender reformar la constitución como ha sido costumbre para conciliar las diferencias o para acomodar un interés particular o de un grupo. Cada constitución que hemos tenido ha llevado la marca de un armisticio, la negociación de facciones armadas en conflicto con el Estado. 

Desde diferentes escenarios y con distintos actores se agudiza el conflicto. Bien lo reseña Indalecio Liévano en la biografía de Bolívar quien destaca cómo desde esa época la prensa santafereña le infería ofensas al libertador, aupaba en su derrota y ahondaba en la xenofobia para que se marchara del país. La prensa, esa que hoy reposa en manos de grandes grupos económicos, esa que permite que columnistas echen leña al fuego, aticen el desconocimiento a nuestras cortes, tomen posición directa mientras la línea editorial se hace la de la vista gorda con una clara perdida de la independencia y la objetividad. 

Nuestro país no puede seguir sometido al odio. Porque al final los muertos producto de ello los ponen los de siempre, los más vulnerables, pero también los más maleables, los que se dejan manipular con doctrinas encarnadas por mesías que usan sus popularidades para tratar de someter nuestro orden constitucional.

No hay otra opción que empezar a pasar la página de esa historia trágica. De intentar ser una gran Nación, de no dejarnos meter en las disputas balcanizadas de unos y otros que al final como en 1957 y en 2020 se unen, cierran filas como elites de poder y se reparten de nuevo el Estado mientras nosotros, el grueso de ciudadanos, nos destrozamos en nuestro barrio, con nuestros familiares, con nuestros amigos de siempre, con quien no conocemos siquiera pero que en la interacción virtual de las redes sociales quisiéramos despachar de cualquier forma por el solo hecho de disentir o por publicar algo con lo que no estoy de acuerdo. 

Debemos tratar de reconstruir esa sociedad que todos, a pesar de los odios hemos soñado siempre. No es fácil es cierto, pero debemos tratar de hacerlo. Eso sí, sin renunciar a nuestras creencias, sin abandonar la idea que tengamos de país, sin claudicar en nuestras luchas, pero en lo fundamental demostrando que los únicos perdedores siempre de esos odios viscerales seremos la mayoría de colombianos. No hay ganadores, bueno, si los hay. Esos minúsculos grupos de poder que nos han vendido la idea desde hace 200 años de malquerernos entre unos y otros para ellos seguir en el festín de la riqueza producto del saqueo del país.   

¡De todos depende!!! 

EMIRO ARIAS BUENO

Economista. 

Mg en ciencia política.

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